No era un llanto suave. No era el tipo de llanto que se contiene con fuerza o se disimula con un suspiro.
Era un llanto del alma.
De esos que se ahogan en la garganta como un grito imposible.
De esos que nacen del centro mismo del pecho y desgarran desde dentro, arrancando cada pedazo de dignidad, dejando solo dolor.
Asha se cubrió el rostro con ambas manos. Temblaba.
Como si le doliera respirar.
Como si cada bocanada de aire fuera una cuchillada en las costillas.
Ellyn quiso ir hacia ella, su instinto materno clamaba por consolarla.
Se acercó a su hija con pasos lentos, medidos. Como si se aproximara a algo sagrado… o frágil.
—Shhh… Asha… —murmuró con voz ronca, rota por la emoción—. No, hija. No tienes que pedirme perdón. Yo también fallé. No supe cómo cuidarte, cómo protegerte de ese malnacido…
Se arrodilló frente a ella.
—Dime qué te hizo. ¿Te lastimó? ¿Fue él? Esto es culpa mía… ¡Yo debí impedirlo!
Asha levantó la mirada. Sus ojos estaban bañados en lágrimas. Dolorosos. Incrédulo