—¡Vete ahora mismo! —rugió Rodrigo, con una furia apenas contenida. Su voz resonó con fuerza en la sala, sacudiendo los cimientos del silencio tenso que ya pesaba sobre todos.
Tenía los puños apretados, la mandíbula rígida.
Nunca creyó verse en esa situación: enfrentando, enfrentando a su propia sangre, su pasado, su vergüenza.
Frente a él, Sebastián intentó mantener la calma, pero sus ojos también estaban turbios de dolor.
Su hija, Elen, estaba en el centro del huracán, y por primera vez en su vida no sabía si era inocente o culpable.
—Por favor… escúchenme… —murmuró Sebastián, intentando que su voz no temblara. Pero su súplica fue interrumpida por un movimiento brusco.
Elen apareció.
Entró de golpe, agitada, con los ojos llenos de lágrimas, y el rostro bañado de ansiedad.
Su cabello desordenado le caía por los hombros, y sus manos temblaban.
—¡Hermanita! ¡Escúchame! —gritó desesperada, avanzando hacia Dianella—. ¡Te juro que ellos mienten! ¡Me difaman! ¡No les creas nada, por favor!