Cuando Belén abrió los ojos, un frío intenso la atravesó. No estaba en casa, ni en un lugar familiar, sino en una habitación blanca, llena de silencio y un olor a desinfectante que le quemaba la garganta. Sus párpados temblaron y pronto sus ojos se llenaron de lágrimas que se negaban a caer, como si su cuerpo entero estuviera resistiéndose a aceptar la realidad.
Entonces, la voz del doctor rompió el frágil silencio, con una mezcla de pena y formalidad que sonaba como un puñal en el pecho:
—Belén… has perdido al bebé. Lo siento mucho.
Las palabras se clavaron en ella como un frío hielo que se extendía por todo su ser. Sin emitir un sonido, Belén llevó sus manos temblorosas hacia su vientre, como si pudiera aferrarse a aquello que ya no estaba allí, como si pudiera retroceder el tiempo con el simple roce de sus dedos.
Pero solo encontró vacío y un dolor punzante, un hueco insoportable que la hacía doler por dentro y por fuera.
Su mente se llenó de un torbellino oscuro y amargo. En medio