Sebastián fue examinado por los médicos, pero apenas les prestó atención.
Su mente no estaba en su propio cuerpo ni en los resultados de sus signos vitales.
Todo lo que podía pensar era en Melissa... y en Ellyn.
El recuerdo del fuego, del humo, del momento en que tuvo que tomar una decisión, lo perseguía como un eco eterno.
¿Había hecho lo correcto? ¿Había herido a las dos mujeres que más quería en el mundo con una sola acción?
Apenas lo dejaron salir de la sala de urgencias, corrió hasta la recepción, desbordado por la urgencia y la culpa.
—Quiero ver a Ellyn y Melissa Durance —dijo, casi sin aliento.
La recepcionista tecleó con calma en su computadora, sin notar el temblor en su voz.
—Ellyn Durance está en la habitación seiscientos diez. Melissa Durance, habitación seiscientos quince.
Sin dudarlo un segundo, Sebastián se lanzó hacia el elevador.
Sabía perfectamente a quién debía ver primero. O eso creía.
Mientras las puertas se cerraban, su corazón martillaba en su pecho. La culpa,