En el hospital.
El sonido del monitor marcaba un ritmo sereno, casi burlón frente al caos que habitaba dentro de Melissa.
Estaba acostada en la camilla, con una vía intravenosa conectada a su brazo y el corazón, latiéndole con fuerza, no por la urgencia médica… sino por la tormenta que la desgarraba por dentro.
—Señora, por favor, debe calmarse —le dijo una enfermera con tono firme pero comprensivo—. El bebé puede verse afectado si no respira profundo.
Melissa asintió, apenas. Lo intentaba. De verdad lo intentaba, pero su pecho dolía, su garganta ardía de tanto contener el llanto. Su alma estaba hecha jirones.
La doctora le colocó una mano en el hombro y le susurró:
—Voy a dejarte sola un momento. Descansa, Melissa. Llora si lo necesitas… pero después respira. Por ti. Y por él.
La puerta se cerró.
El silencio fue como una sentencia.
Y entonces, ya sin testigos, las lágrimas brotaron sin pedir permiso.
No eran lágrimas de debilidad. Eran de decepción. De pérdida. De un amor que se caía