Samantha recibió la llamada con el ceño fruncido, como si desde el primer segundo hubiera sentido que aquello no sería una buena noticia.
Su corazón palpitaba con una mezcla de ansiedad y furia contenida.
Al otro lado de la línea, Aranza hablaba sin pausa, con veneno en cada palabra.
—Federico fue a hablar con su abuelo —decía—. Y le dijo que Ellyn tuvo una hija... ¡Una hija suya! Que se la ocultó durante años.
Samantha se quedó en silencio. Sus dedos temblaban al aferrarse al teléfono.
—Dicen que se llama Asha —agregó Aranza—. Que es la hija de ambos... Y el anciano está de su parte. ¡Federico está convencido de que debe formar una familia con Ellyn por esa niña!
Cuando colgó, Samantha lanzó el teléfono contra el sillón con tanta fuerza que casi lo rompió.
Las lágrimas comenzaron a brotarle como un torrente incontenible, pero no eran de tristeza, sino de rabia, de un dolor que le corroía por dentro como ácido.
—¡Maldita! —gritó, apretando los puños—. ¡Maldita! ¡No puede tener una hija