Federico dio un paso atrás. La presencia de aquella mujer —esa sombra que una vez había llamado madre— lo enfermaba.
Quería irse. Quería alejarse de inmediato, pero no le dio tiempo.
Aranza se acercó a él con una expresión que oscilaba entre la súplica y la obsesión. Extendió los brazos como si su sola cercanía pudiera retenerlo.
—¡Soy tu madre! —exclamó, con desesperación, los ojos inyectados de una locura febril—. ¡Soy parte de ti! Y si no quieres llamarme madre, si me odias, lo entenderé... pero no puedes negar lo que somos. ¡Soy tuya! Y tú… tú eres mío.
Sus palabras cayeron como veneno en los oídos de Federico. El asco le subió por la garganta, como si acabara de escuchar algo impuro, maldito. La miró con un odio ardiente, como si su sola presencia fuera una afrenta a su existencia.
—¿Qué demonios estás diciendo? —gruñó con rabia, dando un paso al frente—. ¡Escúchate! Estás loca… completamente desquiciada. Yo soy de Ellyn. Ella es mi familia. Tú… tú no eres más que una sombra enfe