La música se detuvo de golpe. Un zumbido eléctrico recorrió el aire.
Las luces comenzaron a parpadear con violencia, lanzando destellos intermitentes que dibujaban sombras espectrales en las paredes. Por un instante, el salón entero pareció contener el aliento… y entonces, llegaron los gritos.
Primero, aislados. Luego, crecientes. Una masa de voces llenas de pánico.
El dulce aroma a pasteles y flores fue reemplazado por un olor denso, agresivo. Humo. Negro. Aplastante.
Se colaba por las rejillas del techo y los bordes de las puertas como un presagio del infierno que se aproximaba.
Rodrigo fue el primero en reaccionar. Su mirada se endureció al instante.
Dejó el plato con el pastelito intacto sobre la mesa, lo olvidó todo —el coqueteo, la sonrisa de Melissa, incluso la apuesta—. Dio un paso adelante, protector.
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó, con voz firme, posando una mano en la espalda de Melissa para impulsarla sin empujarla—. ¿Estás bien? ¿Puedes caminar rápido?
Melissa asin