Entonces, Melissa los vio. Entre el humo, entre cuerpos que corrían como sombras sin rostro, entre las luces parpadeantes y el sonido creciente del fuego devorando, los vio. A ellos. Juntos.
—¡Sebastián! —gritó, alzando una mano temblorosa—. ¡Estoy aquí!
Su voz era un hilo quebrado. Y aun así, retumbó dentro del pecho de él como una campana ahogada. Como un eco de lo que alguna vez fue amor, familia, promesas. Sebastián se detuvo. La miró.
Ella estaba de rodillas, tosiendo, jadeando, una mano en su vientre como si con ella pudiera proteger a su bebé del caos que la rodeaba.
Pero él no se movió.
No corrió hacia ella.
Se quedó ahí.
Sosteniendo a Ellyn, que pataleaba y manoteaba desesperada, casi fuera de sí.
—¡Bájame! —gritaba Ellyn, con los ojos llenos de furia y lágrimas—. ¡Suéltame, Sebastián!
Melissa no necesitó nada más. Lo entendió todo. Con una claridad brutal, más dolorosa que las llamas que ya lamían los muros. Él vacilaba. Él elegía.
Y no la elegía a ella.
Un frío recorrió su