Melissa salió de la habitación con pasos tambaleantes, como si el peso de lo que acababa de vivir le hubiera aplastado el pecho. Cerró la puerta sin mirar atrás y, al girar por el pasillo del hospital, las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas sin contención.
No fue un llanto suave… fue uno profundo, de esos que desgarran el alma en silencio.
Se apoyó en la pared más cercana, cubriéndose el rostro. No podía seguir fingiendo que no le dolía. Le dolía… y mucho.
Instintivamente, llevó una mano a su vientre. Estaba ahí, creciendo dentro de ella. Un bebé. El hijo de un hombre que no la amaba. El hijo de un amor no correspondido. Un regalo… envenenado por la realidad.
Sintió una mano cálida en su hombro. Era su hermano, Federico.
—Mi pequeña hermana… —susurró con ternura mientras la envolvía en sus brazos—. No llores. ¿Está bien? ¿Sebastián está bien?
Melissa asintió, sin dejar de llorar. Se aferró a él como cuando era niña, cuando el mundo parecía desmoronarse y solo Federico era