Aranza respiró hondo antes de hablar.
La habitación estaba impregnada de un silencio espeso, como si las paredes también contuvieran el aliento.
Federico, sentado frente a su madre, tenía la mirada perdida, pero alerta.
Samantha, siempre atenta, se aferraba a las palabras que aún no habían sido dichas.
—Tranquila, mamá—dijo Melissa con una voz trémula, tratando de ocultar su miedo—. Vas a recibir tratamiento. El doctor dijo que hay una posibilidad, un trasplante... Debe ser así…
Sus ojos se nublaron. Su voz se quebró.
—Pero, Samantha... ella ya me ha donado antes parte de su hígado. ¿Cómo podrías sacrificarte otra vez, Sam?
Samantha no dudó. Se acercó con una sonrisa resignada, pero sus ojos brillaban con una mezcla de fervor y dolor. Era narcisista, mientras todos la creyeran una salvadora, podía seguir jugando con Federico, creyendo que lo sometería a su control.
—Haré lo que sea por ti y por Federico —declaró con una convicción teatral.
—Federico te ama, Sam —insistió Aranza con voz