Ellyn subió al auto con paso vacilante, sus piernas temblaban como si estuviera caminando sobre cristales.
Apenas cruzó la puerta, el hombre que la había rescatado la ayudó a acomodarse en el asiento trasero, mientras el chofer cerraba la puerta con una discreción casi fantasmal.
El interior del coche era cálido, acogedor, un contraste brutal con el caos que acababan de dejar atrás.
La tensión se le empezó a deshacer en el pecho como un nudo demasiado apretado. El hombre se sentó a su lado, sin decir palabra.
Por un momento, solo se escuchó el ronroneo del motor y el vaivén sutil del vehículo al tomar la carretera.
—No me has dicho tu nombre —murmuró Ellyn, con voz apenas audible, como si las palabras le pesaran.
El hombre giró la cabeza y la miró con una ternura que la desconcertó.
—Me llamo Sebastián Ocampo.
Ella lo observó por unos segundos.
Ese nombre no le decía nada, y, sin embargo… algo en su forma de mirarla, en esa calma silenciosa que irradiaba, le resultaba extrañamente int