Melissa llegó al jardín con el alma hecha pedazos. Caminaba despacio, como si cada paso le costara.
El aire de la madrugada rozaba su piel, pero no la consolaba. Sus labios temblaban, y sus ojos, enrojecidos por las lágrimas que no dejaban de caer, sentía dolor, el rechazo fue un puñal contra su corazón que había sido rechazado antes, muchas veces por Clark.
Se dejó caer junto en una banca al lado del rosal que tanto amaba de niña, ese rincón que solía darle paz… pero hoy, ni las flores podían calmar el dolor.
Se cubrió el rostro con las manos y sollozó, como una niña rota por dentro.
«Me caso sin amor…», pensó, con un nudo ahogándola desde la garganta. «Nunca elegida. Nunca amada. Siempre... usada».
El eco de sus propias palabras en la mente, la desgarró más.
—¿Señorita Melissa? —preguntó una voz masculina, suave pero cargada de una inquietante intensidad—. ¿Está bien?
Ella levantó la mirada con sobresalto, sus lágrimas aun resbalando por las mejillas.
Sonrió débilmente al ver a Juliá