Durante todo el trayecto a casa, Gabriel no pronunció una sola palabra. Dentro de él, los sentimientos se arremolinaban como un torbellino salvaje: decepción, ira e impotencia danzaban un baile macabro por conquistar el trono de su alma. Verónica y Javier respetaron su silencio, al igual que su madre. Todos ellos tenían grabada la imagen de Gabriel corriendo desesperadamente tras aquel vehículo que se llevaba a Lucía, como si, con ella, se le escapara la vida misma.
Gabriel Argüelles había saboreado las mieles del éxito y la creciente popularidad. Su destreza sobre dos ruedas, bajando las montañas escarpadas con una precisión temeraria, había dejado a todos boquiabiertos. Ese mismo día en que se consagró como campeón, también fue coronado por el estandarte del desengaño. Porque la cima más alta que deseaba conquistar llevaba por nombre “Lucía Ruiz”, y ella lo había arrojado a un abismo del que no podía escapar.
Verónica y Javier siguieron su camino. Nancy y su hijo se dirigieron en si