La noche caía espesa sobre la ciudad, como una manta de humo que lo cubría todo. El aire olía a humedad y óxido, y una llovizna casi imperceptible resbalaba sobre los techos, formando hilos de agua que se descolgaban como lágrimas silenciosas. Isabella y Sebastián corrían entre las sombras, con el corazón latiendo al unísono, cada paso un golpe seco en la tierra húmeda.
Detrás de ellos, el silencio era lo más aterrador. No había pasos apresurados, ni ramas quebrándose, ni respiraciones jadeantes. El Fantasma —así lo llamaban— no dejaba huellas ni sonidos. Esa era su marca, la razón por la que nadie había vivido lo suficiente para describirlo.
—Por aquí —susurró Sebastián, tirando de Isabella hacia un callejón estrecho, apenas iluminado por una farola parpadeante.
El callejón olía a metal oxidado y a basura. Las paredes estaban manchadas con grafitis viejos y humedad. Isabella se pegó a la pared, respirando agitada, mientras el frío de la piedra le calaba hasta los huesos. Cerró los ojo