Mientras tanto, a kilómetros de distancia, Omar Millán terminaba una llamada.
—Quiero resultados antes del amanecer —ordenó, su voz seca—. Y no me traigan excusas.
Colgó el teléfono y se recostó en su sillón de cuero, encendiendo un habano. El humo se elevó lentamente, formando espirales antes de difuminarse. En su escritorio, varios expedientes se apilaban, todos con fotografías, transcripciones y copias de documentos. Entre ellos, el expediente de Isabella brillaba como una herida abierta: fotos de ella en protestas, recortes de periódicos sobre la muerte de su hija, informes de vigilancias pasadas.
Omar sabía que no podía subestimarla. Había visto cómo personas con más recursos y contactos que ella habían caído sin dejar rastro por subestimarla. No, él no cometería ese error.
Se inclinó hacia adelante y abrió un cajón. Dentro, una carpeta con un sello rojo: "Operación Jaula". La idea no era matarla de inmediato, sino aislarla, agotarla, obligarla a cometer un error. Y para eso, habí