La luz del amanecer se filtraba por las cortinas del ático de Enzo, dibujando patrones dorados sobre la piel desnuda de Valeria. Llevaban tres días prácticamente encerrados, alternando entre hacer el amor y revisar obsesivamente cada detalle de los incidentes que habían sufrido en las últimas semanas. La mesa de cristal del salón había desaparecido bajo carpetas, documentos y ordenadores portátiles.
Enzo observaba a Valeria mientras ella dormía. Su rostro, habitualmente a la defensiva, mostraba una serenidad que le provocaba un dolor agudo en el pecho. Nunca había imaginado que volvería a sentir ese tipo de vulnerabilidad por alguien. No después de Giulia.
—Deja de mirarme así —murmuró Valeria sin abrir los ojos—. Me pones nerviosa.
—¿Cómo sabes que te estoy mirando? —preguntó él, con una media sonrisa.
—Puedo sentir tus ojos italianos taladrándome —respondió ella, girándose para enfrentarlo—. ¿Has dormido algo?
Enzo negó con la cabeza.
—He estado revisando las grabaciones de segurida