La noche había caído sobre la mansión Costa como un manto de terciopelo negro. Valeria observaba desde la ventana del dormitorio principal cómo las luces del jardín proyectaban sombras inquietantes entre los arbustos. Algo en el ambiente se sentía diferente, como si el aire mismo contuviera una advertencia silenciosa.
Enzo terminaba una llamada en su despacho cuando el primer disparo rompió la quietud nocturna. El cristal blindado de la ventana principal se agrietó, pero no cedió. En cuestión de segundos, el sistema de seguridad activó las alarmas silenciosas.
—¡Valeria! —gritó Enzo mientras corría por el pasillo.
La encontró paralizada junto a la ventana. Con un movimiento brusco, la apartó y la empujó hacia el suelo justo cuando otra bala impactaba contra el cristal.
—No te muevas —ordenó con una voz que Valeria jamás había escuchado. Fría. Metálica. Sin rastro del hombre apasionado que conocía.
Enzo presionó un botón oculto bajo la mesita de noche y un panel se deslizó en la pared,