El cielo de Madrid se había convertido en un lienzo furioso de nubes negras. Los relámpagos dibujaban venas eléctricas que iluminaban brevemente la ciudad antes de sumirla nuevamente en penumbra. La lluvia no caía; se estrellaba contra el asfalto con violencia, como si quisiera castigar a la tierra por algún pecado olvidado.
Valeria observaba el espectáculo desde el ventanal del atelier, con la frente apoyada contra el cristal frío. El contacto le provocaba un escalofrío placentero que contrastaba con el calor que emanaba del resto de su cuerpo. Había decidido quedarse hasta tarde para terminar los últimos detalles de la colección, y ahora la tormenta la había atrapado allí.
—Maldita sea —murmuró, comprobando una vez más que su teléfono seguía sin señal.
El corte de luz había llegado hacía una hora, y aunque las