La luz del amanecer se filtraba por las cortinas cuando Valeria despertó. Por un momento, desorientada, no supo dónde estaba. Luego sintió el calor del cuerpo de Enzo junto al suyo, su brazo rodeándola posesivamente incluso en sueños, y la realidad la golpeó.
Habían cruzado la línea. Finalmente, irrevocablemente, habían cruzado la línea.
Se quedó inmóvil, observando el perfil de él a la tenue luz del alba. Dormido, sin esa máscara de empresario implacable, parecía más joven, más vulnerable. La sombra de barba en su mandíbula, el cabello negro revuelto sobre la almohada, la forma en que sus labios se curvaban ligeramente en lo que parecía ser una sonrisa inconsciente.
Algo se contrajo dolorosamente en el pecho de Valeria. Esto era exactamente lo que había temido. No la intimidad física —esa había sido gloriosa, perfecta, devastadora en su intensidad—, sino esto. Este momento de ternura, de querer quedarse, de imaginar despertares así durante más días, semanas, meses.
Su teléfono vibró e