La noche de Milán se deslizaba como seda negra sobre los edificios cuando Valeria cruzó el vestíbulo del hotel. Sus tacones marcaban un ritmo furioso contra el mármol, como si cada paso fuera una declaración de guerra contra sus propios pensamientos. Había pasado la tarde recorriendo la ciudad, intentando aclarar su mente después del desastre de la reunión con los inversionistas. Pero cada callejuela, cada plaza, cada maldito rincón de aquella ciudad parecía susurrarle el nombre de Enzo.
El recepcionista le dedicó una sonrisa educada que ella apenas correspondió. Su reflejo en los espejos dorados del vestíbulo le devolvió la imagen de una mujer con el maquillaje impecable y la mirada turbada. Apretó el bolso contra su costado y pulsó el botón del ascensor, maldiciendo internamente la lentitud con que descendía.
Cuando las puertas finalmente se a