El silencio en el apartamento de Enzo era denso, casi tangible. Valeria observaba por el ventanal mientras la lluvia golpeaba con furia el cristal, como si el cielo mismo compartiera su tormento. Las gotas dibujaban caminos erráticos que se deslizaban hacia abajo, igual que las lágrimas que había derramado horas antes.
Enzo entró a la sala con dos tazas de café. Su rostro, normalmente impenetrable, mostraba signos evidentes de agotamiento. Las ojeras marcaban sus ojos y la tensión en su mandíbula revelaba que estaba conteniendo una tormenta interior.
—Deberías descansar —dijo, ofreciéndole una taza a Valeria.
Ella negó con la cabeza mientras aceptaba el café. —No podría aunque quisiera.
El teléfono de Enzo vibró sobre la mesa de centro. Ambos lo miraron como si fuera una bomba a punto de estallar. Habían recibido tres llamadas en las últimas horas, cada una trayendo noticias peores que la anterior.
—¿Cuánto perdimos? —preguntó Valeria