La mañana empezó con una calma engañosa. Emilia despertó con la sensación extraña de que alguien, en algún lugar, estaba moviendo las piezas de un tablero invisible. No se lo dijo a Lucas, que aún dormía, respirando con el ritmo pausado de alguien que lucha por recuperar la paz. Besó a su hijo, lo dejó en brazos de la niñera, y partió rumbo a la agencia.
En la mesa de operaciones encontró a Maike revisando un correo anónimo.
—Nos citaron para revisar un galpón en las afueras de la ciudad —explicó él, frunciendo el ceño—. Dicen que allí se esconde lo que queda de la red.
Emilia arqueó una ceja. —Demasiado fácil —susurró—. Demasiado limpio.
Pero eran agentes, y los agentes no ignoraban pistas aunque olieran a pólvora.
El galpón estaba oscuro, con las ventanas selladas y una fila de luces apenas encendidas. Emilia avanzó en silencio, con pasos calculados. Maike iba detrás, cubriéndola. Todo parecía demasiado quieto. Y entonces lo sintió: la vibración leve de un teléfono encendido, escon