Leiah limpiaba las mesas del café por enésima vez esa noche, aunque ya no había nadie. El reloj marcaba las 9:47 p.m., y sus pies, que parecían de plomo, rogaban por descanso. La compañera encargada del cierre había llamado enferma, así que a ella le tocó cubrir. Otra hora extra no planeada, pero necesaria: era inicio de mes y las cuentas no esperaban.
Mientras pasaba el trapo por la última mesa, pensaba en su tarea pendiente y en lo bien que le haría una ducha caliente. No es que no pudiera pedirle ayuda a sus padres, pero ya podía escuchar la voz de su padre resonando en su cabeza: "Estudiar arte fue una estupidez. Si al menos te hubieras casado con el hijo de uno de mis socios..."
El mismo sermón de siempre. Él no entendía su mundo, ni sus sueños, ni su rechazo visceral a Marcus, su prometido impuesto. En cambio, Leiah soñaba con libertad, con pintar lo que sentía y no lo que le dictaban. Y, más recientemente, soñaba con aquel chico de Los Cabos.
Ese recuerdo era ahora su refugio y su tormento. No pasaba una noche sin arrepentirse por no haberse quedado con él. Había querido hacerlo, había sentido cada fibra de su ser gritándole que se quedara. Pero el miedo, la culpa, los secretos que no se atrevía a decir en voz alta… le impidieron quedarse. Le había dejado su número en recepción, esperando que llamara. Nunca lo hizo. Tal vez no fue tanto el interés.
Por otra parte, últimamente se sentía vigilada. No era paranoia. A veces, al salir de clases, tenía la sensación de que alguien la observaba desde la esquina. Otras, cuando cerraba el café, creía ver la misma figura apoyada en un coche oscuro. Eva decía que eran imaginaciones suyas. Pero no lo eran.
Un cliente aún permanecía en el rincón más alejado. Era un hombre elegante, con un traje que no encajaba en el campus. Parecía más un ejecutivo que un estudiante. Leiah se acercó con una sonrisa automática.
—¿Desea algo más antes de que cerremos? —preguntó, amable pero firme.
—Solo si tú te sientas a compartirlo conmigo —respondió él, con una sonrisa ambigua.
—No está permitido —dijo ella, sin dudar—. Le traigo la cuenta.
Cuando finalmente se fue, Leiah respiró aliviada. Apagó el letrero de "abierto", cerró caja, limpió los restos del día y salió con su mochila al hombro. Su bicicleta la esperaba frente al local.
El aire nocturno era fresco y calmante. Pedaleó por su ruta habitual, pensando en duchas tibias, en sábanas limpias, y en una taza de té. Eva probablemente ya estaría dormida, como siempre.
Pero entonces lo notó. Un auto negro. Lujoso. Silencioso. Que no la rebasaba, solo la seguía. Aceleró. El auto también.
El corazón se le disparó.
Cuando llegó al porche, lanzó su bicicleta al césped y tocó el timbre como si su vida dependiera de ello. Eva abrió somnolienta.
—¿Qué demonios…?
—Un coche me siguió. No sé quién era… —jadeó Leiah, mirando por la ventana.
Pasaron unos minutos eternos. El coche arrancó y desapareció calle abajo.
—¿Segura de que no era Stefan?
—No. Era otro tipo de miedo. No sé explicarlo...
—Mañana te paso a buscar con Justin. Nada de andar sola —le dijo Eva con firmeza.
Leiah asintió. Agradecía tenerla.
Ya en su cuarto, se quitó los zapatos y se dejó caer en la cama. Su cuerpo dolía, pero su mente seguía girando. Se puso su camiseta favorita —la blanca con el logo de "I ♥ Los Cabos"— y se dejó abrazar por los recuerdos.
Entonces, la escena cambió.
Estaba en la playa, el cielo rojizo por el atardecer, y él —Darren— la esperaba, de pie, descalzo, con la camisa abierta y la mirada fija en ella.
—Volviste —susurró ella.
—Nunca me fui —respondió él, con esa voz grave que parecía envolverla entera.
Se besaron con hambre. No hubo palabras, solo manos reconociendo territorios olvidados. Él la alzó, y entre risas y caricias la llevó hasta una cama que no sabía de dónde había salido, pero que parecía estar allí desde siempre. El sonido de las olas se mezclaba con sus suspiros, con su piel sobre la de él, con su boca en su cuello, su espalda, sus pechos, sus muslos…
El deseo la arrastraba como marea viva. Él susurraba su nombre entre jadeos, y ella se arqueaba, entregándose a esa pasión larga tiempo contenida. Era perfecto. Él era suyo. Ella, suya.
—No me dejes otra vez —murmuró, entre lágrimas.
—Jamás —le prometió, antes de besarla tan profundo que creyó desaparecer.
Despertó con un sobresalto.
Estaba en su cama. Sola. Con la camiseta pegada al cuerpo por el sudor. El reloj marcaba las 4:12 a. m. Afuera, todo era silencio.
Se sentó despacio, presionando los dedos contra su pecho. Su corazón latía como si realmente lo hubiese tenido frente a ella.
—Fue solo un sueño... —murmuró, con voz rota.
Se acostó de nuevo, abrazando su almohada. Quiso volver a dormirse, pero sabía que no podía forzar el milagro.
No había rastro de él. Ni una llamada. Ni un mensaje.
Solo recuerdos. Y sueños.