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Capítulo 3. Búsqueda infructuosa

Darren emergió de la piscina con el agua resbalando por su espalda, aún medio dormido pero ya irritado. Alzó la vista y frunció el ceño: Johan, su asistente, secretario personal y —aunque le costara admitirlo— amigo, lo esperaba con una toalla en la mano.

—¿Qué demonios haces aquí tan temprano? —gruñó, echando un vistazo a su reloj—. Son las seis y media. ¿No sabes lo que significa descanso?

—¿Y tú sabes lo que significa agenda? —replicó Johan—. Tengo novedades. Deja de hacer berrinche y sal del agua.

—Pensaba dar un par de vueltas más y luego subir al gimnasio. No tengo reuniones esta mañana.

—No tenías —corrigió Johan con una sonrisa traviesa—. Da tus vueltas, dúchate y baja. Yo me encargo del café. Y del desayuno.

—¿Reunión con quién?

—Te lo diré cuando estés vestido... y cuando jures que no vas a matarme.

—No prometo nada —dijo Darren, aunque por dentro sabía que Johan era el único que podía hablarle así sin consecuencias.

Volvió a nadar. Cada brazada era su exorcismo: el ritual que le permitía dejar atrás pensamientos, culpas y memorias. Pero ese día... ese día no había agua suficiente para limpiar el dolor.

La ropa negra lo cubría como una armadura. Era su día libre, aunque para él, eso significaba una sola cosa: aislamiento. Cuatro de diciembre. El aniversario de su peor dolor. Como cada año, iría a la casa donde todo sucedió, leería esa última carta y bebería hasta que la rabia se durmiera.

El aroma a café lo recibió al entrar a la cocina. Se sirvió una taza sin esperar a Johan, que cocinaba como si nada.

—No voy a almorzar aquí. ¿Olvidaste qué día es hoy?

—¿Jueves? —bromeó Johan.

—Cuatro de diciembre —dijo Darren, con un tono de piedra.

—Oh, claro... ese día —suspiró Johan, cruzando los brazos—. Mira, lo siento, pero sigo pensando que es una tradición patética.

—Es mi tradición. Y me sirve —contestó Darren, seco como una bofetada.

—¿Para qué? ¿Para castigarte? ¿Para revivir un dolor que ya te devoró?

—Para recordarme que no hay perdón. Para recordar de dónde vengo. Para no olvidar por qué llegué tan lejos.

Johan respiró hondo. Ya conocía esa respuesta.

—Justamente por eso no deberías hacerlo. Es una herida que nunca sanará si la reabres cada año.

—Prefiero una herida viva que un olvido cómodo. Mejor dime, ¿ya te pusiste a trabajar?

—Está bien. Pero… hoy tenía otro plan para ti —dijo Johan con una suavidad inesperada—. Encontré algo. Melody, la chica del viaje que alquiló la habitación, tal vez estemos más cerca.

Darren lo miró en silencio. Bajó la mirada.

—Cerca no es suficiente. Quiero encontrarla ya.

—Ven conmigo. Habla tú con esa chica.

—Hoy no. Este día es intocable. Mañana… tal vez. Haz tu trabajo y dame algo. Han pasado suficientes días.

—Pues dime, ¿tu maldita venganza o tu novia? ¿Quieres que haga todo?

—Ganas suficiente para eso. Contrata personas. Quiero algo para mañana mismo.

—Está bien. Quédate a llorar un rato mientras el verdadero Alfa resuelve —dijo Johan con un tono mordaz.

Horas más tarde, Johan aterrizaba en Nueva York con un objetivo claro. Fue directo al hotel donde se alojaba Melody O’Connor. Usó su carisma con la recepcionista, inventó una historia romántica y consiguió el número de habitación.

Melody abrió la puerta en bata de seda, algo fastidiada, algo curiosa.

—¿Qué haces aquí?

—Busco a tu amiga. Leiah. Solo necesito saber dónde encontrarla.

Ella cruzó los brazos, defensiva.

—No es mi amiga. Y no sé dónde está.

—No te creo. Ayúdame, Melody. No quiero hacer esto complicado.

Ella sonrió con arrogancia.

—Hazlo complicado, si quieres. No voy a cooperar.

Johan entrecerró los ojos. Luego cambió de táctica: una sonrisa ladeada, un paso más cerca, un roce deliberado. Seducirla no estaba en el plan… pero funcionó. Mientras Melody se duchaba, Johan hurgó en su bolso. Encontró un cuaderno. Entre apuntes inútiles, una foto del viaje: cuatro chicas. Revisó más. Otra imagen mostraba a una de ellas —Camila— con uniforme de porrista, abrazada a un futbolista con insignias de Princeton. Un nuevo hilo por seguir.

Horas después, Melody llamaba a Marcus.

—Tu problema sigue buscando a la rubia. Va en serio —dijo, con veneno en la voz.

Marcus no respondió. Colgó de golpe. Media hora más tarde, estaba en el despacho de su padre.

—Colbert sigue indagando. Esto se nos puede salir de control.

—Entonces es hora de actuar —dijo el padre, con los ojos entornados.

Esa misma tarde, ambos se presentaron en la oficina de Daniel Dalbus. El ambiente era denso, casi irrespirable.

—Señor Dalbus —dijo el padre de Marcus—. Sabemos que la boda con su hija está pactada. Pero necesitamos una fecha. Haz que tu hija venga y fijemos los detalles del compromiso.

—¿A qué viene la prisa? —preguntó Dalbus, incómodo.

—Porque estamos sosteniendo la reputación de tu familia. Si deja que su hija juegue con los sentimientos de mi hijo… o si su otro hijo, William, sigue generando escándalos… nuestra ayuda se termina.

Daniel apretó los labios.

—Está bien. Hablaré con Leiah mañana. Tiene que volver —dijo Daniel, sabiendo que los Davis lo tenían en sus manos.

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