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Prohibida para mí
Prohibida para mí
Por: Mia Fons
Capítulo 1. No tan mala idea

Leiah salió de la alberca con el agua goteándole por las piernas y la rabia ardiéndole en el pecho. El golpe todavía le escocía en la mejilla. Melody O’Connor la había abofeteado frente a todos, sin el menor recato ni vergüenza. Y nadie hizo nada.

Nunca debió haber aceptado esas vacaciones. Aunque ella y Camila crecieron en el mismo círculo social y fueron inseparables en la adolescencia, sus caminos se habían bifurcado hacía años. Ahora, Camila formaba parte de un grupo ruidoso, superficial y cruel. Leiah creyó que se trataría de una escapada relajante con amigas, risas junto al mar, tardes de lectura y noches tranquilas. Pero no. Aquello era una pasarela de egos, copas rebosantes, ropa diminuta y un objetivo compartido: atraer marido.

Desde el inicio, no se sintió bienvenida. Melody la miraba con desprecio apenas disimulado, y Samara, la otra chica del grupo, la ignoraba como si fuese un mueble más del hotel. Apenas y le hablaban. Tal vez Camila insistió en invitarla por nostalgia, o por pena. Pero no encajaba. Ya no.

La noche anterior, intentó acoplarse. Camila le prestó un vestido que, a su juicio, dejaba poco a la imaginación. Pero era bonito, y Leiah tenía una figura envidiable, así que cedió. Al final, lo usó.

El problema comenzó cuando Melody se interesó en un chico. Alto, atractivo, con sonrisa de comercial y ojos que derretían. Pero él, por alguna razón, se interesó en Leiah. Y aunque ella intentó alejarse durante toda la noche, incluso se retiró temprano para evitar tensiones, no sirvió de nada. Al parecer, el chico la siguió y, para impresionar a sus amigos, mintió sobre lo que había ocurrido entre ellos.

Y esa mentira detonó todo.

Melody se enteró. Y decidió vengarse a la antigua: humillarla frente a todos.

Leiah subió a su habitación con el corazón en un puño. Apenas prestó atención al cerrar la puerta, se dirigió al clóset, sacó un cambio de ropa y lo dejó sobre la cama. Después se agachó por su maleta, dispuesta a hacer lo que debía haber hecho desde el principio: marcharse.

La abrió de un tirón… y se quedó inmóvil.

Dentro había una caja de zapatos que no recordaba haber empacado. Frunció el ceño. La tomó con ambas manos y, al levantar la tapa, el horror la invadió.

Dos serpientes vivas saltaron desde el interior, agitadas, tal vez tan asustadas como ella.

El grito que escapó de su garganta fue desgarrador. Cayó de espaldas, jadeando, con el pecho oprimido. El mundo comenzó a girar. Sentía que no podía respirar. Las serpientes se arrastraban por la alfombra mientras ella se encogía contra el buró, sacudida por un ataque de pánico. Su visión se nubló. Gritó otra vez, pero su voz ya era apenas un hilo.

Entonces, unos brazos fuertes la rodearon.

—Tranquila, ya pasó… respira —susurró una voz grave, cálida, increíblemente cerca—. Respira conmigo.

Se aferró a su camisa sin pensarlo. Él la sacó de la habitación como si no pesara nada. Ella enterró el rostro en su cuello, aún temblando, mientras él repetía con suavidad cada palabra que la ayudó a no ahogarse en el miedo.

Cuando por fin recuperó el control, notó lo primero: su aroma. A limpio, a madera y sol. Después, su voz: profunda, con un dejo de ternura viril. Y al alzar la vista, lo último que pudo ignorar: aquel rostro perfecto. Era guapo. No, era peligrosamente guapo.

Sintió el calor extenderse por su pecho, por su vientre. Su cuerpo reaccionó sin su permiso, y al recordar que él la había visto hecha un desastre, gritando y llorando, el bochorno la golpeó con fuerza.

Él pareció notarlo.

—Estás bien —le dijo, ofreciéndole una sonrisa reconfortante—. ¿Te gustaría salir a comer algo? Tal vez hablar. A veces ayuda.

Y sí que ayudó.

La tarde que compartieron fue inesperadamente mágica. Comieron en un restaurante frente a la playa, caminaron por la orilla con los pies descalzos, hablaron como si se conocieran de toda la vida. Él se llamaba Darren. Tenía ese aire despreocupado pero profundo, como si escondiera más de lo que mostraba.

Pasaron la tarde charlando en la terraza de su habitación. Ella reía con facilidad a su lado. Él no dejaba de mirarla. Había algo entre ellos, una corriente invisible que los atraía con fuerza creciente. Cuando él tomó su mano, no se sintió forzada. Fue natural. Cuando se detuvo para besarla, tampoco hubo resistencia.

El beso fue un incendio silencioso. Un instante suspendido en el que el mundo desapareció.

Ella se aferró a su camisa mientras sus labios se encontraban. Él la sujetó de la cintura, acercándola aún más. El viento nocturno acariciaba su piel, y la tela húmeda del bikini se volvía una provocación latente. No recordaba haber deseado así antes. Ni con tanta urgencia. Ni con tanto miedo.

Se sentó sobre su regazo sin pensar, con las piernas a cada lado de sus caderas. Sus cuerpos se rozaban, sus respiraciones se entremezclaban. Darren deslizó los dedos por su espalda, buscando el nudo de su bikini. Ella cerró los ojos, temblando entre el deseo y la duda.

Pero justo cuando la parte superior de su traje comenzó a ceder, Leiah se apartó de golpe.

—Espera... Darren, no puedo —susurró, jadeante.

Él se quedó quieto, con las manos aún sobre su cintura.

—¿Por qué? —preguntó, sin reproche.

Ella bajó la mirada.

— Vas a pensar que es una tontería, pero en serio me gustas. Nunca había sentido una conexión así con nadie. Y si esto se convierte en solo una aventura... si mañana te vas y para ti no significó nada, yo no podré con eso.

Darren no intentó convencerla. Solo acarició su mejilla con el dorso de los dedos y dijo:

—No tiene que ser una noche. Yo tampoco he sentido esto antes.

Ella lo miró, entre asustada y esperanzada.

—No me pidas que me arriesgue —murmuró—. No esta vez.

Él asintió.

—Entonces quédate. Aquí, conmigo. No tienes porque irte. Sin presiones. Solo tú y yo. Hasta que quieras.

Se recostaron en una tumbona de la terraza, arropados por las estrellas. Ella se acurrucó en su pecho, y hablaron hasta quedarse dormidos.

Al despertar, el sol ya iluminaba la habitación. Leiah se sobresaltó al darse cuenta de que ni siquiera había llevado su celular. Salió corriendo a buscar sus cosas, pero cuando llegó, sus compañeras ya estaban listas para partir.

Melody la miró con odio. Samara con una sonrisa burlona. Camila, con desdén.

—¿Dónde diablos estabas? El vuelo sale en menos de una hora.

No contestó. Empacó en silencio. No había rastro de serpientes. No dijo una palabra al respecto. Que se fueran al infierno.

Al final no tuvo tiempo de despedirse de Darren. Ni siquiera había pedido su número o dejado el suyo. Con el corazón encogido, se acerco a la recepcion, pidio papel y un boligrafo, escribió su nombre completo y su teléfono en una nota y la dejó con la chica de recepción.

—¿Podrías entregárselo a Darren, habitación 1207? Estaba conmigo anoche. Alto, cabello oscuro, sonrisa encantadora.

La recepcionista la miró con desdén, pero asintió.

— Date prisa — la presionaba Melody con fastidio.

—Lo haré.

Ahora, mientras el avión despegaba, Leiah se aferraba a una sola esperanza: que él sintiera lo mismo, que recordara aquella noche bajo las estrellas y la buscara. Tal vez, solo tal vez, ese viaje no había sido una mala idea después de todo...

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