Recuerdo el día que llegué al Continente del Norte. El aire era distinto, más limpio, más libre. Nada que ver con la sofocante tensión de los pasillos de mi hogar.

Me bajé del barco con el corazón en la garganta, convencido de que mis semanas allí serían solo otro disfraz, otra actuación para sobrevivir.

Los vi entonces. Los tres príncipes del Norte.

El mayor, Hale, me observó con una sonrisa que parecía demasiado grande para su rostro, pero que no tenía nada de fingida. Me saludó como si me conociera de toda la vida, como si yo no fuera un extraño que escondía un secreto vergonzoso.

A su lado estaba el segundo, más pequeño, lleno de una energía tan desbordante que no dejaba de revolotear alrededor, con preguntas que apenas terminaba de formular y ya cambiaba por otra. Me arrancó una risa sin que me diera cuenta.

Y en brazos de su madre estaba el tercero, un bebé. Recuerdo que el mayor se inclinó con naturalidad, como si fuera su responsabilidad mostrármelo, y me dijo con