XXXIII El viajero

Kaím despertó y se halló solo, con las cenizas todavía humeantes de la fogata como única evidencia de lo ocurrido el día anterior. Ni el aroma de la pálida criatura se sentía. Tambaleándose, se puso de pie y llegó hasta la orilla de un arroyo, llamado por el sonido del agua.

Sus huesos astillados habían sanado casi en un parpadeo. Tan bien se sentía, cuando antes se moría, que llegó a dudar que tal ataque hubiera ocurrido.

Sin embargo, plasmada en su pecho, la cicatriz de la traición de Kort le decía lo contrario. ¿Cómo había esquivado aquel ataque su corazón? Bebió agua, todavía muy confundido.

Al volverse, se encontró de frente con la pálida criatura, a pocos pasos de él. Ni su aroma había sentido, ni la más leve presencia de su existencia. Le pareció que era una sombra, un espíritu o tal vez un dios, con el poder de devolverle la vida a los que ya eran comida para gusanos. Tanta fascinación le produjo el verlo bajo la luz del sol, definiendo cada uno de sus detalles, que estuvo se
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