XXVII Olfato

No había criatura bajo el cielo con un olfato más poderoso que el de los Liaks; ellos habían llevado tal sentido hasta su límite. Y la muerte tenía un aroma característico que todas las bestias conocían: una esencia de amargor profundo, el petricor de la carne.

Aquel aroma guio a Akal al lugar donde las columnas de humo se alzaban. Los emblemas balardianos sobre los pechos de los valientes yacían en el suelo; las bajas eran abundantes y los que seguían en pie parecían desorientados, derrotados antes de poder desenvainar sus espadas.

—¡Abre los ojos! ¡Despierta, hermano! ¡Por los dioses, despierta! —clamaba un soldado, agitando a otro con los ojos perdidos en un cielo sin brillo.

No había soldados luthianos en el campamento.

Akal se agachó junto a uno de los caídos, cerca de los restos de una fogata sobre la que había una olla con sobras de sopa. El hombre todavía olía a la cena del día anterior y a algo más.

—¡Reagrúpense, no hay tiempo para llorar! ¡Los líderes de escuadrón
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