Desconsolada sobre el eriazo camino, Eris miraba hacia el horizonte, todavía esperando que el Asko regresara por ella. Su cándido amor, el primero, había resultado ser más destructivo que el propio vínculo con el rey. Erok, por cruel que fuese, jamás podría infligirle el mismo dolor que quien había poseído la llave de su corazón.
Con una mano en el pecho, intentó convencerse de que aún había algo latiendo allí dentro, mientras sus gritos de animal herido resonaban en los desolados parajes de una tierra que se sentía más que nunca como su tumba. La aterradora certeza de que todo había acabado para ella le impidió mantenerse en pie y se derrumbó, como se precipitaban los árboles sin resistencia al ser talados.
Ojalá hubiera muerto en la montaña durante el Qunt’ Al Er, ojalá se hubiera apiadado de la pobre Lua y hubiera aceptado morir por su mano. Luchando con la tenacidad de una tempestad, solo había conseguido padecer un dolor inconcebible que apenas la dejaba respirar.
¡Los dioses l