Por favor... No te enamores.
Por favor... No te enamores.
Por: Cristina López
Capítulo Uno.

El día del casamiento finalmente llegó, y Alexander se encontraba de pie frente al juez de paz, con las manos ligeramente temblorosas y una sensación de vacío en el estómago que parecía devorarle desde dentro, habían pactado todo con meticulosa precisión, un matrimonio por contrato, una farsa cuidadosamente elaborada para el mundo exterior. Entre ellos no había amor, solo una fría lógica que los había llevado a este acuerdo, era un movimiento estratégico, pensado para asegurar su futuro y proteger sus intereses respectivos.

Mientras esperaba a Sofia, Alexander trató de convencerse de que todo estaba bajo control, más al ver como los flashes de las cámaras iluminaban la sala con la intensidad de un relámpago, los periodistas se encontraban inmersos en su labor, documentando cada detalle de lo que era, en esencia, una gran mentira y eso lejos de incomodarlo, le brindaba una especie de tranquilidad, aquella atención mediática solo era un recordatorio de que el plan avanzaba según lo previsto.

Sin embargo, cuando la puerta se abrió y vio a Sofia entrar, todo cambió. Su mundo, hasta entonces tan calculado y estructurado, parecía tambalearse bajo el peso de aquella visión, Sofia estaba radiante, una presencia casi etérea que parecía iluminar la habitación con su sola existencia, con su vestido, perfectamente ajustado, realzaba cada detalle de su figura, y su cabello caía en ondas suaves que enmarcaban un rostro tan hermoso que Alexander no pudo evitar quedarse sin aliento.

Un temblor recorrió su cuerpo, y por un instante, sintió como si el tiempo se hubiera detenido, algo que no sintió el día que se casó con la bruja de Lucrecia, lo sentía ahora, en “su boda falsa”. Su corazón, que hasta aquel momento había latido con un ritmo pausado y predecible, comenzó a golpear con fuerza contra su pecho. Fue un golpe inesperado, como un relámpago que rasga el cielo en una noche tranquila, la garganta se le cerró, y un nudo de emociones difíciles de descifrar se formó en su interior.

Alexander intentó razonar consigo mismo, recordarse que aquello no era más que un trámite, un espectáculo cuidadosamente diseñado... Pero mientras la miraba, las palabras de lógica que repetía en su mente se desvanecían como humo, no podía apartar la vista de ella, y en ese momento, algo dentro de él cambió. Sofia ya no era simplemente una socia en aquel acuerdo frío y racional, había algo más, algo que no había anticipado y que ahora lo consumía, no era solo la atracción, también era la admiración, y un temor profundo a lo desconocido.

El juicio que tanto valoraba comenzaba a tambalearse, y sus emociones, que siempre había mantenido bajo control, se desbordaban como agua retenida por una presa rota, eso no era parte del plan, nada de aquello debía suceder, le repetía su lado razonable, pero su cuerpo y su corazón parecían haber decidido seguir su propio camino, y mientras pronunciaba las palabras que sellaban su unión, Alexander sabía que, contra todas las probabilidades, su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

El juez de paz inició la ceremonia con voz solemne, pero Alexander apenas lograba concentrarse en las palabras, su mirada estaba anclada en Sofia, en el azul intenso de sus ojos, como un cielo despejado que parecía contener promesas de calma en medio de su caos, la forma en la que su cabello rubio caía en cascadas suaves, reflejando la luz como si fuera una corona de oro y mientras su mente se perdía en aquella imagen, casi sin darse cuenta comenzó a repetir las palabras del juez, su voz sonando ausente, mecánica.

Cuando llegó el momento de intercambiar los anillos, Alexander tomó la mano de Sofia, y un estremecimiento recorrió su cuerpo, era como si el contacto de su piel hubiera encendido algo dentro de él, una chispa que nunca antes había sentido, y su corazón, hasta entonces contenido en su habitual ritmo disciplinado, comenzó a latir con fuerza, como si intentara abrirse paso fuera de su pecho, algo que lo asusto, se sintió repentinamente vulnerable, expuesto, como un navegante que se adentra en aguas desconocidas sin mapa ni brújula. ¿Qué era esto? ¿Por qué aquel sencillo gesto lo sacudía tan profundamente? Las respuestas permanecían fuera de su alcance, pero una verdad comenzaba a formarse en su interior, algo en él estaba cambiando, y nada volvería a ser igual, su parte encargada del razonamiento se lo advirtió una vez más.

Entonces, fue el turno de Sofia. Su voz, dulce y serena, resonó en el espacio con una firmeza que le hizo contener el aliento.

— Juro amarte y respetarte, de hoy en adelante, en las buenas y en las malas.

Esas palabras, pronunciadas con tal convicción, lo desarmaron por completo. Alexander la miró, incapaz de apartar los ojos de ella. ¿Cómo no creerle? Cada sílaba, cada inflexión de su voz, parecía estar cargada de autenticidad, y era así, porque allí estaba ella, de pie a su lado, como un ancla en medio de la tempestad que había sido su vida desde que se había divorciado de Lucrecia. Sofia, quien durante casi dos años había sido su secretaria, su confidente en lo profesional y, sin darse cuenta, la única constante en sus días caóticos.

La vida los había unido en las malas, en los giros retorcidos del destino que a menudo parecían diseñados para quebrar a las personas y sí que lo estaban, ambos lo estaban, cada uno roto a su manera, y ahora, en este momento inesperado y surrealista, Alexander supo que algo mucho más grande que un simple contrato los estaba atando y aunque no podía darle un nombre todavía, lo sentía en cada fibra de su ser. Este no era el final de un plan; era apenas el comienzo de algo que desbordaba toda lógica.

Sofía avanzó sola hacia el altar, cada paso resonando en el vacío que la ausencia de su familia dejaba a su alrededor, la soledad pesaba sobre sus hombros como una sombra implacable, haciendo que se sintiera más vulnerable que nunca y que decir de cada mirada de los presentes, que parecía agrandar ese vacío, y aunque intentaba mantener la compostura, la culpa y la tristeza la envolvían como una tormenta silenciosa.

La imagen de Adrián, su difunto esposo, emergía en su mente con una intensidad que la desgarraba. ¿Era esto una traición? ¿Era este nuevo enlace una forma de traicionar la memoria del hombre al que un día había amado? Las preguntas se repetían como un eco cruel en su interior, aunque fuese un matrimonio falso, pero la realidad era ineludible, la necesidad la había empujado a este momento, las deudas acumuladas por las decisiones imprudentes de Adrián la habían llevado al borde del abismo, y este contrato era su única tabla de salvación, la ironía era una daga afilada, porque el hombre que había jurado protegerla y amarla había sido el origen de su ruina.

Cuando llegó frente a Alexander, sus ojos marrones, serenos pero insondables, la observaron con una intensidad que le dificultaba sostener la mirada, entonces, quien era su jefe, comenzó a repetir las palabras del juez de paz, cada frase pronunciada con una calidez inesperada, una sinceridad que perforó las barreras que Sofía había levantado a su alrededor. Por un instante, algo en su pecho se aligeró, como si aquella voz pudiera tenderle un puente hacia un lugar más seguro, más esperanzador.

Mientras lo escuchaba, las sombras de su pasado intentaron reclamarla, pensó en su familia, en cómo nunca habían estado realmente a su lado, pensó en Adrián, quien, aunque una vez había sido su refugio, terminó por abandonarla en una tormenta que él mismo había desatado, la amargura de esas memorias era un peso constante, pero, al mirar a Alexander, algo cambió. Su jefe no era como los demás, lo había visto ser un padre devoto, un hombre de principios, lo había observado trabajar con tenacidad y tratar a quienes lo rodeaban con una bondad genuina, había en él una base sólida, una constancia que Sofía no había conocido antes.

Y sin embargo, su corazón seguía dividido, atrapado entre la lealtad a la memoria de Adrián y una nueva emoción que apenas comenzaba a florecer. Alexander le inspiraba confianza, una sensación que no había experimentado en mucho tiempo y sentía que, tal vez, en él podría encontrar no solo un compañero de circunstancias, sino un verdadero amigo.

Tomó aire profundamente, intentando calmar el torbellino de pensamientos y emociones que la sacudía y cuando llegó su turno, repitió las palabras del juez de paz con una voz que temblaba al inicio, pero que fue ganando firmeza, porque en su interior, sentía que estaba sellando más que un acuerdo; estaba dando un salto hacia lo desconocido, hacia la posibilidad de un futuro que aún no podía imaginar. Alexander podría ser su salvación o el golpe final en esta lucha. Pero en ese momento, decidió aferrarse a la esperanza, aunque fuera tenue, y entregar su destino al curso incierto de lo que estaba por venir.

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