La luz fría de la suite del hotel iluminó la escena con una crudeza brutal, revelando cada arruga de terror en los rostros de Benjamin y David. Frente a ellos, Isabella, gélida y letal, los mantenía inmovilizados con la certeza de su Glock.
El aire, denso y cargado con el olor metálico de la inminente fatalidad, se hizo pesado, casi irrespirable.
—Siempre tuve razón sobre ti —dijo David, su voz apenas un susurro rasposo que se ahogaba en el silencio.
Había en su mirada una amarga resignación, un dolor punzante por la ceguera de su amigo y la traición que se confirmaba.
Isabella, una sonrisa sin calor dibujada en sus labios, le respondió. Era una mueca que no alcanzaba sus ojos, tan fríos y vacíos como el metal de su arma. No ganaba nada con saber.
—Es una pena que su querido candidato no lo vea, señor Hayes —dijo sonriendo y mostrando su arma—. Y dudo que lo verá.
Sus ojos, gélidos como el acero pulido, se movieron lentamente de David a Benjamin. La boca de la Glock se posó directamen