Las semanas previas a las elecciones fueron un remolino de ajetreo que consumió la mansión como un incendio. El bullicio de los asistentes, el zumbido de los teléfonos y la tensión de los discursos se sentían en las paredes. El aire, que una vez fue de paz, ahora estaba cargado de un nerviosismo eléctrico. Vance pasaba las noches fuera, regresando a la casa solo para unas horas de sueño inquieto. El hombre que se había postrado de rodillas, con el alma rota, para leerle un cuento a su hijo, había regresado.
Un hombre consumido por la política y la ambición, y Anastasia, una vez más, dormía sola en aquella enorme cama.
La mañana era un recordatorio constante de su ausencia. Cada día, Henry se levantaba, con la mirada de un águila, buscando a su padre. Cada noche, le preguntaba a Anastasia: "¿Dónde está mi papá?". Y ella, con el corazón roto, le decía que su padre estaba ocupado, pero que siempre pensaba en él. Las mentiras se hicieron cada vez más grandes, más insoportables.
Una mañana