Esa noche, Río tenía un silencio raro. Como si la ciudad también se estuviera preguntando por qué las cosas no habían salido como esperaban.
Los hermanos de Sol la habían escoltado hasta la puerta como si fuera una joya recién recuperada. David caminaba con el ceño fruncido, y el otro —Sandro— no había dicho una sola palabra desde que salieron del sambódromo. Solo soltó un:
—Andá a dormir, Sol. Después hablamos.
Ella asintió en silencio, sabiendo que si abría la boca, la pelea era inminente.
En cuanto cerró la puerta de su casa, se apoyó contra ella y soltó el aire que venía conteniendo desde que los vio aparecer. Su celular no tenía mensajes de Bruno. Nada. Como si nunca hubiera existido.
—¡Sol! —gritó Julia desde el sillón, con una manta sobre las piernas—. ¡Pensamos que no llegabas más!
Soledad apareció con una taza de té.
—¿Todo bien? ¿Estás pálida, amiga!
Sol sonrió a medias.
—Estoy bien. Solo fue un día… largo. Quédense a dormir acá, ¿sí? Mañana volvemos todas al traba