Los meses comenzaron a correr con el mismo ritmo implacable del tiempo. James Carbone, ese pequeño ser que había llegado al mundo en una fría sala de hospital, crecía bajo la mirada distante pero constante de su padre. Vittorio, en silencio, luchaba con ese sentimiento desconocido que se abría paso como una grieta en su armadura de hielo.
En los primeros días, solo iba al cuarto del niño al anochecer, cuando Sofía dormía, o fingía hacerlo. Se acercaba a la cuna sin hacer ruido, observaba al bebé respirar, sus pequeños dedos cerrándose en puños, su pecho latiendo con vida. Una noche, cuando James comenzó a llorar, Vittorio lo cargó por primera vez. No supo cómo calmarlo, pero lo sostuvo contra su pecho con torpeza, murmurando palabras en italiano que nadie más debía oír: "Non so se posso amarti... ma prometto proteggerti".
Con el paso de los meses, el vínculo entre ellos creció. El bebé comenzó a gatear, a buscarlo con la mirada cada vez que lo sentía cerca. Vittorio lo alimentaba, lo