Sótano de la Mansión Carbone
Medianoche. Luces frías. Silencio pesado. El eco de las botas retumba como una sentencia.
Las puertas del gran salón subterráneo se abrieron con un crujido seco. Dos hombres arrastraban a Vittorio, que aún sangraba de la ceja, forcejeando como una fiera acorralada. Lo tiraron de rodillas ante una gran silla de respaldo alto. En ella, Juan Carlos Carbone los esperaba con el rostro oscuro, los ojos hundidos por la decepción y la furia.
A un lado, otros hombres traían a Cristian, golpeado, con la camisa rota y las muñecas atadas. Fue empujado con brutalidad y cayó cerca de Vittorio, jadeando.
—¡No lo toquen! ¡Basta! —gritó Vittorio, tratando de ponerse de pie, pero los guardias lo aplastaron de nuevo al suelo.
—¡Silencio! —bramó Juan Carlos—. ¡Silencio, Vittorio! ¡Has cruzado una línea que jamás debiste tocar!
—Padre… —Vittorio alzó la cabeza, con la voz quebrada—. Si tienes que castigar a alguien, hazlo conmigo. Pero no con él. Cristian no es culpable de nad