Mansión Carbone – Oficina principal, 9:46 p.m.Meses después del destierro de CristianLa lluvia golpeaba con fuerza los ventanales de la mansión. El cielo estaba cubierto de nubes espesas y oscuras, como si el infierno mismo se hubiese abierto sobre Palermo. Dentro, el aire se sentía tenso, enrarecido, como el preludio de una tormenta aún más feroz que la que caía afuera.Vittorio cruzó el umbral del despacho de su padre con pasos firmes. Iba vestido de negro de pies a cabeza. Su cabello desordenado por el viento, la mirada cortante como una hoja recién afilada. Llevaba días acumulando papeles, testimonios, números, contratos… Y también rabia.Juan Carlos Carbone lo esperaba sentado tras su enorme escritorio, con una copa de coñac entre los dedos. Alzó una ceja al ver entrar a su hijo sin golpear, sin pedir permiso.—Vaya —dijo con voz rasposa—. El hijo pródigo decide volver a la oficina. ¿Has venido a lloriquear otra vez por el maricón que tuvimos que echar?Vittorio se detuvo frent
Mansión Carbone – Oficina central, semanas después.Vittorio se había convertido en un espectro entre las paredes de mármol de la mansión. Sus días eran silenciosos, sus noches interminables. Los negocios florecían bajo su puño de hierro, pero su alma, quebrada por la ausencia de Cristian, se había endurecido hasta volverse piedra. Sus ojos ya no brillaban, solo analizaban. Cada palabra era medida, cada decisión, quirúrgica. Lo apodaban “Il Freddo” entre los socios: el frío.El despacho ya no tenía rastros de Juan Carlos. La silla de cuero ahora solo respondía a Vittorio. Su sombra dominaba las reuniones, sus órdenes no se discutían. Había ampliado las rutas, sellado alianzas con rusos, marroquíes y alemanes. El dinero fluía como sangre negra por las arterias de Europa.Pero esa mañana… algo quebró la rutina.Sofía irrumpió en su despacho sin golpear, envuelta en una bata de seda beige. Su cabello recogido, la mirada directa, sin adornos.—Necesitamos hablar —dijo sin rodeos.Vittorio
Mansión Carbone – Ocho meses despuésLa mansión había cambiado. Los muros seguían siendo los mismos, el mármol impecable, pero el aire era distinto. Más denso. Más frío. Los pasillos parecían vacíos incluso cuando estaban llenos. Desde que Juan Carlos Carbone cayó al suelo entre estertores, Vittorio se adueñó no solo del trono, sino de cada rincón de la ciudad. Y con él, todo se volvió más despiadado.Sofía estaba en su octavo mes de embarazo. Caminaba sola, con el vientre redondo y pesado, envuelta en la indiferencia total del hombre que la había dejado vivir en su cama, pero no en su vida. Vittorio apenas le dirigía la palabra. No la tocaba. No se sentaba a su lado. Y jamás preguntaba por el bebé.Ella lo sabía. Sabía que lo odiaba. Que la despreciaba por haber delatado aquella noche en la habitación de la mansión. Pero no imaginaba hasta qué punto había comenzado su castigo.Desde hacía meses, Vittorio se había encargado de destruir, pieza a pieza, los negocios de la familia Martí
Palermo, madrugada gris. Hospital Umberto I.El grito de Sofía rasgó el aire como un cuchillo sobre seda. Retorcida sobre la camilla, con las sábanas empapadas de sudor y lágrimas, apretaba los dientes mientras la partera le indicaba que empujara con fuerza. Afuera, la lluvia azotaba los ventanales como si el cielo supiera que ese no era un nacimiento feliz. No había nadie a su lado. Ni familia, ni amigas, ni su esposo. Solo el eco del dolor, el latido entrecortado del monitor fetal, y el pánico temblando en sus ojos.Sofía gritó de nuevo. La partera y los médicos se miraban entre sí, concentrados, apurando el momento. Un último esfuerzo. Un empujón más. Y entonces… el llanto. El primer llanto desgarrador de una criatura recién llegada al mundo. Un niño.—Es un varón —dijo la partera, mostrándoselo fugazmente antes de llevárselo a limpiar—. Saludable.Sofía no dijo nada. No lloró. Solo giró el rostro hacia la ventana, agotada. En silencio. Vacía.Dos horas después, Vittorio entró por
Dos semanas después – Mansión Carbone, Palermo.El sol ardía sin compasión sobre el mármol blanco de la entrada principal. Invitados de todas partes de Sicilia llegaban uno tras otro, vestidos de gala, con sonrisas de compromiso y miradas cargadas de sospechas, ambiciones y pactos. Era el bautizo de James Carbone, el heredero. El evento había sido anunciado con la urgencia de una declaración de poder. Juan Carlos, aún convaleciente en su lecho, no había sido invitado. Vittorio ya no se molestaba en fingir jerarquías.La catedral había estado llena de humo de incienso, cánticos latinos y fotógrafos discretos que capturaban cada movimiento de los asistentes. Pero ahora, la verdadera puesta en escena era el banquete. Sofía, vestida con un conjunto blanco de encaje, caminaba entre las mesas con una copa en la mano y una sonrisa que no llegaba a sus ojos. A su lado, una niñera cargaba a James, arropado con una manta de lino bordada con hilos dorados y sus iniciales.Vittorio estaba en el
Los meses comenzaron a correr con el mismo ritmo implacable del tiempo. James Carbone, ese pequeño ser que había llegado al mundo en una fría sala de hospital, crecía bajo la mirada distante pero constante de su padre. Vittorio, en silencio, luchaba con ese sentimiento desconocido que se abría paso como una grieta en su armadura de hielo.En los primeros días, solo iba al cuarto del niño al anochecer, cuando Sofía dormía, o fingía hacerlo. Se acercaba a la cuna sin hacer ruido, observaba al bebé respirar, sus pequeños dedos cerrándose en puños, su pecho latiendo con vida. Una noche, cuando James comenzó a llorar, Vittorio lo cargó por primera vez. No supo cómo calmarlo, pero lo sostuvo contra su pecho con torpeza, murmurando palabras en italiano que nadie más debía oír: "Non so se posso amarti... ma prometto proteggerti".Con el paso de los meses, el vínculo entre ellos creció. El bebé comenzó a gatear, a buscarlo con la mirada cada vez que lo sentía cerca. Vittorio lo alimentaba, lo
La noche se había cerrado como un telón pesado sobre Palermo cuando el Maserati negro cruzó las verjas de hierro forjado de la mansión Carbone. Las luces de los faroles del jardín se encendieron automáticamente, bañando el camino empedrado con un brillo cálido y elegante. Los empleados ya sabían que cuando Vittorio regresaba, nadie debía interrumpir su paso.James, con sus once años recién cumplidos, estaba en el salón, junto al piano. Había aprendido a tocarlo por decisión de su madre, pero le costaba concentrarse. Siempre estaba alerta al rugido del motor de ese auto que significaba tanto, que traía de vuelta a su padre aunque fuera por unos minutos.Cuando escuchó las ruedas sobre la grava, dejó caer la partitura y corrió hacia la puerta principal. La abrió antes de que los mayordomos pudieran hacerlo.—¡Papá! —gritó con alegría y los ojos brillantes.Vittorio apenas acababa de detener el coche. La puerta del conductor se abrió y él bajó con su porte siempre imponente. Derek lo imi
Los días pasaban lentamente en la mansión Carbone. La presencia de Derek ya no era una novedad, aunque la tensión con Sofía seguía flotando en el aire, como un gas inflamable esperando una chispa. Sin embargo, para James, la llegada de Derek fue algo diferente. En él, el niño de 11 años vio algo que no había encontrado en nadie más: comprensión, silencio, una especie de hermandad sin palabras. En Derek vio la posibilidad de algo genuino, algo que no era afectado por las expectativas de sus padres o la sombra de la mafia que se cernía sobre ellos.Una tarde, mientras James estaba en su habitación, sentado en el borde de la cama, Derek tocó la puerta suavemente. James levantó la vista, sorprendido.—¿Puedo entrar? —preguntó Derek, con un tono tímido, aunque la pregunta parecía más una excusa para estar cerca.James asintió con una sonrisa. Derek se acercó y, al verlo, notó el desorden de su habitación: libros esparcidos por el suelo, papeles, y una pila de ropa arrugada.—¿Por qué no re