La madrugada avanzaba como un veneno lento mientras Vittorio seguía junto a la cama de Cristian, sin moverse, con la mandíbula apretada y los ojos hundidos por el cansancio. El pitido constante del monitor cardíaco se había convertido en su único ancla con la realidad. Había pasado toda la noche allí, negándose a irse, a pesar de que las enfermeras insistieran en que necesitaba descansar.
Cada cierto tiempo, Cristian se agitaba en sueños, murmuraba su nombre entre susurros rotos, y Vittorio se inclinaba sobre él, acariciándole el cabello, calmándolo como si fuera un niño que acaba de escapar de una pesadilla.
Ya era casi mediodía cuando Cristian abrió los ojos con un poco más de lucidez. Su piel seguía pálida, y la herida vendada en su costado lo mantenía inmóvil, pero en su mirada ya no había niebla, sino conciencia.
—¿Vas a seguir ahí sentado toda la vida? —murmuró con voz ronca.
Vittorio se irguió al instante, acercándose sin pensar.
—¿Te duele? ¿Quieres algo? ¿Te traigo agua?
—Sol