La habitación olía a desinfectante y a quietud. Solo el pitido suave del monitor cardíaco rompía el silencio espeso. Alessandro se detuvo en el umbral de la puerta, con el corazón golpeándole el pecho como si hubiera corrido kilómetros. Su figura corpulenta parecía encogida por el peso de la culpa. La luz tenue del atardecer se colaba por las persianas, dibujando sombras doradas sobre el rostro pálido de Enzo.
Estaba allí. Vivo. Con un vendaje cubriendo su costado izquierdo, el suero conectado a su brazo, y la piel visiblemente más pálida de lo habitual. A pesar de todo, respiraba. Y eso bastaba para que Alessandro sintiera las lágrimas amontonarse detrás de sus ojos.
Dio un paso, luego otro, hasta quedar junto a la cama.
Enzo abrió los ojos, despacio, como si le costara regresar del otro lado del dolor. Cuando su mirada se posó en él, Alessandro notó cómo una chispa cálida iluminaba sus pupilas grises.
—Viniste —susurró Enzo, la voz tan suave que apenas si cruzaba el aire entre ambos