15

Enzo entró a su habitación con los pasos firmes, el rostro ardiendo de ira. Cerró la puerta con un portazo y comenzó a abrir cajones, a recoger sus camisas, sus camisas, sus documentos, todo lo que tenía en esa mansión maldita.

Su respiración era rápida. Cada prenda que lanzaba dentro de la maleta era una forma de gritar todo lo que no había dicho. Alessandro no tenía derecho a tratarlo así. No después de todo lo que habían vivido en Roma. No después de esas miradas, de ese silencio denso que los había envuelto tantas veces.

La puerta se abrió de golpe.

Alessandro entró como un huracán, con el rostro encendido por la misma furia que latía en el pecho de Enzo. Cerró de un portazo.

—¿Qué estás haciendo, Enzo? —espetó, su voz baja pero vibrante, como una amenaza contenida.

—¿Qué parece que estoy haciendo? —respondió Enzo sin mirarlo—. Me largo. Voy a buscar un lugar donde vivir. Después cumpliré con mi trabajo, como el asistente que soy, ¿no?

—¿Te vas a ir por esto? —dijo Alessandro, ace
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