Pasaron tres días desde que Enzo dejó de buscar miradas, palabras o respuestas. Tres días exactos en los que se limitó a cumplir órdenes, entregar reportes, y desaparecer sin dejar rastro emocional.
Ahora era el asistente perfecto. Preciso. Silencioso. Frío.
Alessandro lo notaba. Y lo odiaba.
Odiaba la manera en la que Enzo entraba a la habitación con la cabeza alta, sin voltear a verlo, sin preguntar nada más allá de lo necesario.
—Aquí están los informes de Milazzo, señor —dijo Enzo esa mañana, dejándolos sobre el escritorio sin detenerse.
—¿Algo que resaltar? —preguntó Alessandro, mirándolo de reojo.
—Todo está en orden. Si me necesita, estaré con Donato en el garaje. —Y se fue.
Ni un "con permiso", ni un "gracias", ni una jodida mirada.
Alessandro se quedó solo, sintiendo cómo el aire se espesaba a su alrededor.
Desde la ventana del despacho, lo vio. Enzo reía. Riendo. Con Donato, uno de sus hombres más jóvenes y carismáticos. El muy bastardo le tocaba el brazo, y Enzo no lo apart