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El silencio en la sala de prensa era irreal.
No por falta de ruido, sino por lo que significaba.
Las pantallas transmitían en vivo desde un hotel blindado en Ciudad de México.
El set era sobrio, elegante, imponente. Y al centro, ella.
Isabel Duarte. Viva. Presente. Intacta.
Después de cinco años dada por muerta.
Después de decenas de crímenes atribuidos a otros.
Después del escándalo.
Aparecía sentada frente al periodista más influyente de América Latina, con esa serenidad de quien sabe que aún manda.
—Gracias por invitarme, Alfonso —comenzó, con voz suave—. No ha sido fácil… ver cómo mi nombre ha sido arrastrado por el lodo sin tener derecho a defenderme.
Las redes estallaron. Las alertas rojas cruzaban pantallas.
—¿Está negando su participación en la red criminal que su hija, Valentina Duarte, ha expuesto?
Isabel bajó la mirada. El gesto ensayado. Perfecto.
—Valentina es mi hija… pero también es una mujer herida. Ha sido manipulada. Por Sebastián Reyes. Por Tomás Duarte. Por in