La dirección los llevó hasta un edificio antiguo en el centro de la ciudad. La fachada estaba deteriorada, pero el intercomunicador funcionaba. Valentina apretó el botón del tercer piso. No hubo respuesta, pero el timbre soltó un sonido seco y la puerta se desbloqueó.
Tomás la miró en silencio.
—Si esto es una trampa, está muy bien armada.
Valentina asintió.
—Y si no lo es, puede cambiar todo.
Subieron las escaleras con pasos lentos. En el tercer piso, una puerta entreabierta los esperaba. No había lujos ni vigilancia. Solo una alfombra vieja, olor a humedad y un leve murmullo de radio encendida.
Entraron. La sala estaba en penumbra, las cortinas cerradas. El lugar era modesto, pero limpio. Un par de plantas secas en las esquinas, una cafetera sobre una mesa de madera y una mujer sentada en un sillón, con un cigarrillo en una mano y una copa de vino en la otra.
—Pensé que llegarían más temprano —dijo, sin moverse—. Montenegro siempre dijo que ustedes eran rápidos. Se equivocó en algo,