El sol apenas asomaba entre las cortinas cuando abro mis ojos. La habitación está en penumbras, con ese silencio pesado que se siente después de una tormenta. Y eso había sido la noche anterior: una tormenta. Unas de esas que arrasan con todo y dejan huellas imposibles de borrar.
A mi lado, Max dormía todavía. Tenía el ceño relajado, los labios entreabiertos y el brazo extendido hacia el espacio que yo había ocupado hasta recién. Es extraño verlo así, vulnerable, sin el peso de la mafia o el control sobre cada uno de sus pasos. Una parte quería quedarse allí, observándolo, grabando en mi memoria la forma en que la calma parecía pertenecerle sólo cuando yo estaba cerca pero mi hija tenía otras ideas, por lo que no me quedó otra que dejar nuestro lecho de amor e ir a alimentar a mi pequeña, la cual está deseando comer. La levanto de la cuna y me siento en la mecedora que hay en el cuarto.
Un rato más tarde veo a Max que estaba de pie en la puerta, con ese porte que helaba la sangre y a