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Pasion Bajo Sombra
Pasion Bajo Sombra
Por: Emma Brown
Capítulo 1: La Cuenta Regresiva de un Desastre

 

Mi respiración sonaba como un motor ahogado dentro del habitáculo destartalado de mi Ford Fairlane del 74. El olor a aceite quemado era tranquilizador; era el olor del hogar, del garaje de mi padre. Pero justo ahora, era solo el olor de la desesperación.

—Vamos, viejo. Aguanta. Solo una manzana más —murmuré, golpeando suavemente el tablero.

Hoy, la urgencia no era solo la cuenta regresiva del pago de mi padre. Hoy, la urgencia era Aether Corp. Una empresa de seguridad digital tan lujosa y tan fría que el nombre me daba escalofríos. Yo, Casey Donovan, la fotógrafa freelance que pasa más tiempo bajo un chasis que detrás de un lente, tenía una entrevista para ser asistente de imagen.

Asistente de Imagen. Sonaba ridículo. Lo único que yo sabía pulir era un carburador.

La oficina del CEO, me habían dicho, estaba en la cima de la Torre Aether. Una estructura de cristal que cortaba el cielo, el epítome de la élite de esta ciudad que yo solo veía desde abajo, sudando y llena de grasa. Si conseguía este trabajo, al menos podría respirar. Podría pagarle a Liam lo que le quitó al garaje, y podría mantener a papá en casa.

La presión era una correa de distribución a punto de romperse.

Apreté el volante, sudada a pesar del aire acondicionado que luchaba por funcionar. La entrevista era en diez minutos. Yo estaba en la calle equivocada, el tráfico era un infierno de vehículos de lujo y mi Fairlane se sentía como un elefante en una convención de galgos.

—Gira a la izquierda, Casey. ¡Gira ahora! —me grité, reaccionando tarde al cambio de carril.

Justo cuando giré, mi vista se encontró con un muro de metal negro. No era un auto. Era el auto.

No era solo un vehículo de lujo, era algo sacado de un videojuego. Negro mate, tan bajo que parecía arrastrarse, con líneas que gritaban "millones" y un diseño que me hizo suspirar incluso mientras el pánico me agarraba de la garganta. Estaba parado en mitad de la intersección, desafiando la luz roja con la autoridad silenciosa que solo el dinero puede comprar.

Intenté frenar. Desesperadamente.

Pero mi viejo Fairlane, bendito sea, decidió que justo en ese instante era el momento perfecto para que el sistema de frenos cumpliera su profecía de muerte. El chirrido fue espantoso, una nota aguda de metal contra metal que borró todo el ruido de la ciudad.

El impacto no fue rápido. Fue lento.

Mi parachoques oxidado se dobló como papel maché contra la parte trasera del auto negro mate. Escuché el crujido de mi propia chapa y el tintineo de algo muy caro rompiéndose. Mi cabeza golpeó el volante y por un instante, todo se quedó en un silencio irreal.

Mi corazón latía frenéticamente, no por el golpe, sino por el horror de la realización.

Acababa de destrozar mi única oportunidad de salvación.

Salí del auto, tambaleándome. El aire caliente me golpeó. Mi Fairlane parecía un dinosaurio herido. Y el auto negro... la luz de la calle reveló la magnitud del desastre. Era solo un rasguño, una abolladura menor en el panel trasero, pero en un auto de ese calibre, no era un rasguño. Era una ofensa capital.

La puerta del conductor del auto negro se abrió con un sonido sordo y pesado.

El hombre que salió era la definición de autoridad inmutable. Alto, vestido con un traje tan perfectamente cortado que parecía blindaje, y con una presencia que hizo que el tráfico que nos rodeaba se detuviera y se callara. Su cabello oscuro era tan impecable como el traje.

Lo miré. Él no me miró a mí. Miró su auto.

Su rostro era una máscara de neutralidad absoluta, pero la forma en que su mandíbula se apretó me hizo desear que fuera un mafioso gritón. Al menos sabría qué esperar. Este hombre era peor: era el silencio antes de la ejecución.

Luego, lentamente, sus ojos de hielo se levantaron y se encontraron con los míos. Eran de un gris tan pálido que parecían absorber la luz. No había rabia, no había sorpresa, solo una condescendencia helada que me hizo sentir como una mota de polvo.

—Tengo una reunión crucial en siete minutos, señorita —Su voz era profunda, pulida y carente de toda emoción. Sonaba como un veredicto. —¿Sabe cuánto vale esto?

Mi garganta se secó. No podía mentir.

—No... no lo sé. Pero... lo siento. Mi freno... fue un accidente. Yo lo pagaré. Lo arreglaré. Soy restauradora, puedo...

Él me interrumpió levantando una mano enguantada. Era el gesto más frío y cortante que jamás había visto.

—Mi tiempo es más valioso que su intento de disculpa, señorita. No tiene dinero suficiente para pagar el pulido de este panel, mucho menos el daño estructural.

Se acercó un paso. Era intimidante. Sentí su sombra sobre mí.

—Dígame su nombre.

—Casey Donovan —respondí con un hilo de voz, sintiendo que acababa de firmar un cheque en blanco con mi propia sangre.

Él sacó un teléfono de su bolsillo interior. Hizo una sola llamada, hablando en un idioma que mezclaba el poder corporativo con una orden militar.

—Tengo un problema menor en la calle 12. Necesito a alguien que se encargue de esto y del vehículo de la señorita Donovan. Envíame el coche de reemplazo. Y… —hizo una pausa, sus ojos grises regresaron a mí, escaneándome de pies a cabeza, y luego se detuvieron en la hoja de vida arrugada que sostenía en mi mano—. Y revise su archivo. Si usted tiene una cita hoy en el piso 80 de Aether Corp... dígales que espere.

Se dio la vuelta, ignorando mi Fairlane destrozado y mi existencia. Justo antes de subirse al auto que había dañado, dijo una última frase, tan baja que casi se perdió en el tráfico que reiniciaba.

—No va a pagar esto con dinero, señorita Donovan. Va a pagarlo con tiempo.

Me quedé allí, congelada, viendo cómo el CEO de Aether Corp, el hombre al que iba a suplicarle un trabajo, se alejaba, dejando tras de sí un silencio caro y la certeza de que mi deuda acababa de volverse fatal. Lo que no sabía es que esa deuda era solo el principio.

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