Sobre las blancas sábanas, el brazo en el que Estefanía tenía conectada la vía dejaba de ser el suyo. Por entre sus pesados párpados, veía su brazo rollizo de siempre y luego uno reseco y lánguido, como el de una momia con el pellejo pegado a los huesos.
Tanta confusión la mareaba.
La mujer raquítica de la fotografía en la revista no era ella, no podía ser ella.
Ella era una vaca, un elefante, ¡una ballena!
Johannes estaba a su lado cuando volvió a despertarse. Su mirada de reprobación le anticipó lo que vendría.
—¿Cómo te sientes?
—No lo sé... Confundida.
—Por supuesto que lo estás, te acostumbraste a vivir así. El médico dijo que la última vez que estuviste aquí te derivó con un nutricionista y un psicólogo. No fuiste con ninguno de los dos, ¿por qué?
—No lo consideré necesario.
—¿En serio? Con todo lo que has vivido, ¿pensaste que no te ayudaría ir con profesionales? ¿Cómo puedes ser tan irresponsable con tu propia salud?
—No me regañes...
—Si yo no te digo esto, ¿quién