En la pequeña cabaña rentada en un apartado pueblo, entre campos y bosques, Estefanía no recordaba haber oído tanto silencio. Los ahorros que había guardado de los abultados sueldos que recibió en el grupo Mavke le permitieron tomarse un descanso y concentrarse en ella, en sanar.
Se despertaba cada día a la misma hora que en su jornada laboral, aún sin alarma. Salía a recorrer los alrededores, trotaba, descansaba oyendo los susurros de los árboles. Regresaba caminando, cansada y, luego de una ducha, desayunaba en el balcón. A veces preparaba el almuerzo, otras se animaba a ir al pueblo y comía en una posada, en la mesa del rincón.
Una vez le pareció ver a un hombre muy similar a su tío y casi salió corriendo, pero resultó ser una confusión.
Caminaba lentamente de regreso a la cabaña, como si ningún propósito la motivara, más que acabar la novela que estaba leyendo.
Al caer la noche era cuando más le pesaba el silencio porque oía sus propios pensamientos.
Estaban esos destructivos