Vincent odiaba los hospitales. No por los doctores ni por las batas, sino por el silencio. Ese silencio constante que parecía cargar con cada suspiro de las personas que esperaban noticias que podían cambiarles la vida. Ese día fue puntual, vestido de forma “normal” (es decir: traje a medida, sin corbata, pero con reloj que costaba más que un carro mediano).
Llegó con una bolsa de comida saludable para la madre de Havana —su manera de decir “me importas, pero aún no sé si puedo abrazarte sin que me derrumbes emocionalmente”— y otra para la hermana de Havana.
La hermana, Ava, lo recibió con una ceja arqueada y los brazos cruzados. Vincent reconocía esa mirada: la misma que le daba Havana cuando quería saber si estaba mintiendo.
—¿Vincent, no? —preguntó Ava, aún con tono neutra