(Desde la perspectiva de Vincent)
El Club de Medianoche estaba más vivo que nunca. Las luces tenues y el aroma a madera y whisky costoso se mezclaban con las carcajadas falsas de los hombres ricos y los susurros seductores de las mujeres que sabían exactamente a quién seducir y cuándo. Era un ecosistema perfecto, peligroso y excitante. Mi hogar, mi imperio.
Pero esa noche, algo no encajaba.
Estaba sentado en el balcón interior, con una copa de vino en la mano —vino de mi propia cosecha, por supuesto— observando la pista de abajo. Los rostros habituales estaban ahí, los mismos tiburones, las mismas ovejas disfrazadas de lobos. Pero… había algo distinto. Un movimiento torpe, una mirada que no encajaba, una sonrisa forzada de más.
No era paranoia. Era intuición.
Y la mía rara vez fallaba.
—¿Todo bien, jefe? —me preguntó Leo, uno de mis hombres de confianza, acercándose con la discreción que lo caracterizaba.
—¿Ves algo extraño esta noche?
Él miró un par de segundos y luego negó.
—No más