—¿Sabes lo que estás haciendo? —le preguntó Juliette, sentada en la penumbra del club, sus dedos jugando con el tallo de una copa de vino tinto.
Él no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en el suelo, la mandíbula apretada y el ceño fruncido con esa mezcla de rabia, vergüenza y culpa que solo un traidor podía cargar sin saberlo aún. Era un silencio espeso, uno que gritaba más que cualquier palabra.
—Tú lo sabes —dijo ella suavemente, con una sonrisa tan afilada como un bisturí—. Sabes que no mereces vivir bajo su sombra. Él te utiliza. Siempre lo ha hecho.
El nombre de Vincent cayó como plomo entre ellos. Juliette lo pronunciaba con un desdén elegante, venenoso, como si supiera exactamente qué venas tocar para envenenar lentamente el alma de su interlocutor. Y en el caso de él, funcionaba. Porque ella no solo sabía qué decir. Sabía cuándo. Y sabía cómo hacerlo ver como la única opción racional.
Él levantó la vista. Tenía la mirada de un hombre que acababa de matar a alguien…